El origen de los animales, transformación como castigo
- Alejandro Gutiérrez Arango
- 28 jul
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En tiempos ancestrales, cuando el polvo del universo aún se asentaba en el regazo del mundo y la brisa llevaba consigo murmullos de cuna, la tierra era un lugar donde los hombres y mujeres caminaban junto a los dioses. En aquellos días, los dones eran compartidos entre todos los seres como las aguas que descienden de los montes para calmar la sed del valle. Sin embargo, no todos los corazones seguían el mismo pulso generoso. En la tierra de los Emberá, el gran dios Karavi, vigilante del equilibrio y la armonía, observaba con sus ojos eternos a los habitantes del mundo, atento siempre a los gestos de avaricia que pudieran herir el tejido sutil que unía a todo lo creado. Fue así como Karavi descubrió a un hombre que, con manos astutas, había desvelado el secreto del fuego. Este hombre, usando dos piedras finas sobre una roca y trozos de balso, daba vida a las llamas, pero se negaba a compartir su conocimiento con otros que tiritaban de frío bajo el cielo nocturno. Un día, los más atrevidos de su pueblo se acercaron y suplicaron aprender su arte. Mas el hombre, tentado por la posesión exclusiva del calor, se negó con desdén. Karavi, invisible como la niebla, permitió a los hombres espiar sus movimientos. Descubierto el secreto, tomaron el fuego y, enfurecidos por tanta mezquindad, le metieron un tizón ardiente por el cuello. En aquel instante de ardor y penitencia, el hombre se convirtió en siu, la lagartija de monte, con un pescuezo chamuscado que testimonia la avaricia del pasado. Pero el sol apenas comenzaba a desdoblar sus alas doradas cuando otro incidente acaparó la atención del dios. Lagarto Boicaimía, así llamado por los suyos, poseía también el fuego. Él, en noches de oscuridad líquida, colocaba las llamas en sus propios ojos para ver las rutas secretas de la selva. Rodeado de implorantes, Boicaimía se rehusó a prestarles la luz. Karavi, disfrazado de sábalo de plata, cayó intencionadamente en la nasa del lagarto. Cuando este preparó su fuego para cocinar el pez, Karavi reveló su forma divina y, arrebatando la candela, huyó dejando a Boicaimía reducido a un simple lagarto, cuyos ojos aún brillan con un resplandor melancólico. El espíritu del agua también empeñaba sus destellos entre los mortales. Gentzerá, una mujer de mirada insondable, escondía un manantial secreto con la obstinación de un acaparador de estrellas fugitivas. Karavi la encontró en su rincón de oscuras intenciones y le exigió que abriera las compuertas de su tesoro cristalino. Gentzerá, anclada en su desdén, se negó. Fue entonces que Karavi, en un acto de cólera transformadora, la partió en dos, convirtiéndola en la hormiga conga, negra como la noche y cargada de veneno con una gota de agua irrisoria en su diminuta boca. De su legado de insatisfacción y secreto nacieron todas las hormigas congas que pican con la fiebre de su antigua dueña. La crueldad no cejaba en su empeño de habitar en los pliegues del corazón humano. Un hombre que vivía a orillas de un río cantando su propia abundancia, negó el vital elemento a viajeros de rostros polvorientos. Karavi, testigo de su vileza, lo aplastó con la fuerza de una verdad irrevocable, convirtiéndolo en cangrejo, aplastado y de ojos desorbitados, destinados a observar eternamente desde su escondite acuático. No fue la única traición fecundada por el secreto del agua. Un árbol, Jenené se llamaba, albergaba en su corteza las lluvias ancestrales. Con hombres y herramientas, Karavi intentó derribarlo para liberar su caudal secreto, pero un hombre, con ayuda de una rana astuta, restauraba el tronco con conjuros de salto y verde aliento. Al descubrir la mascarada, Karavi aplastó al hombre, transformándolo en la rana Pocoró, con ojos que parecían estallar de asombro perpetuo y el vientre pegado al suelo, condenado a no caminar erguido nunca más. Incluso los que tramaban ocultaciones bajo el manto del abismo no escapaban a la justicia de Karavi. Antomiá, un demonio de sueños oscuros, creó criaturas con la esperanza de usurpar el mundo. Cuando Karavi lo abordó, preguntándole por sus creaciones, Antomiá mintió diciendo que eran "usá". El dios, en su sabiduría, pronunció: "¡Que sean usá…!", y se convirtieron en perros, criaturas leales al hombre pero desterradas del don del habla. El alimento, esencia de la vida, no estaba exento del egoísmo humano. Una mujer, madre de la ave Curumbarré, alimentaba su arrogancia con plátanos dorados y se negó a compartir su semilla con Karavi. Ventando su ofensa al viento, el dios la convirtió en la pequeña ave que ahora ronda los cultivos, comiendo sin cesar las frutas que ya no puede negar. En otra ocasión, un grupo de hombres se perdió en el bullicio del trabajo. No prestaron atención a la llegada de Karavi, quien, al no recibir siquiera un saludo, los condenó con sus palabras: "Si tanto les gusta trabajar sin parar, que así sea." Y se convirtieron en hormigas arrieras, cargando hojas en un ciclo interminable de labor eterna. A veces, los hombres trataban de usar artimañas para satisfacer sus deseos más oscuros. Un hombre, cegado por una obsesión voraz, exigió a la líder de los loros que le trajera una niña con intenciones funestas. Karavi, siempre guardián de los inocentes, le impuso una tarea imposible: rozar tres almudes de maíz en una única hora. El hombre, atemorizado, falló en su emprendimiento y, como castigo, fue transformado en mico, condenado a vagar entre las ramas, aullando sus lamentaciones al viento. Así, la tierra se pobló de animales, cada uno portador de una historia enterrada en el pelo, las plumas o en los ojos que aún brillaban con las brasas del recuerdo. Los Emberá, al narrar estas historias, mantienen viva la memoria de que la soberbia y el egoísmo desatan tempestades cuando Karavi levanta su cetro de justicia, estableciendo el orden sobre la tierra, un ciclo sin fin donde el tiempo no apaga las enseñanzas sino las guarda, latentes, en el corazón del mundo.
Versiones
En esta recopilación del mito de Karavi, el análisis revela una estructura temática coherente que se centra en la transformación como castigo a los individuos que actúan con egoísmo, desobediencia o malicia. A lo largo de las narraciones, Karavi, el dios supremo, aplica castigos a los personajes humanos que se niegan a compartir o abusan de sus habilidades, convirtiéndolos en diversos animales. Sin embargo, al examinar las historias, se pueden identificar pequeñas variaciones en las circunstancias que provocan las transgresiones y las consecuencias específicas para cada personaje. Por ejemplo, los métodos empleados para preservar el control sobre el fuego o el agua, y los tipos de animales en los que se convierten los individuos, ilustran diferencias significativas; como el hombre que, al ser espiado y castigado por retener el secreto del fuego, se convierte en una lagartija, mientras que el Lagarto Boicaimía pierde su fuego al ser engañado directamente por Karavi. Además, los personajes que sufren transformaciones interesantes incluyen a aquellos que tienen interacciones directas con Karavi, en contraste con los castigos indirectos a los que son atrapados en sus propias acciones egoístas. Por ejemplo, Karavi se disfraza de pez para engañar al Lagarto Boicaimía, mostrando una acción directa de intervención, mientras que en otros casos, como con la mujer que guardaba agua, la transformación es más inmediata y simbólicamente violenta: la conversión en hormiga. También, las historias de la creación de criaturas por el demonio Antomiá y la conversión de hombres trabajadores en hormigas revelan un sentido de justicia divina y orden cósmico que Karavi impone cuando se siente desafiado o ignorado. Estos relatos refuerzan la diversidad en las tácticas utilizadas por Karavi para mantener el equilibrio, y destacan la naturaleza adaptativa y moralizante de las historias, destinadas a recordar las consecuencias del egoísmo y la falta de respeto a leyes divinas y sociales en la cultura Emberá.
Historia transformación como castigo
El mito tiene su origen en las enseñanzas y creencias de una sociedad que enfatiza la importancia de compartir, la armonía y el respeto a las leyes divinas. En esos relatos, se cuenta cómo Karavi, el gran dios, recorría la tierra para asegurar que los seres vivieran en equilibrio. El mito narra cómo las personas que actuaban con egoísmo, mezquindad o desobediencia eran castigadas por Karavi siendo transformadas en animales. Estos relatos sirven como advertencias y moralejas sobre las consecuencias de tales acciones. Cada transformación lleva una lección que refleja la falta cometida por la persona antes de convertirse en animal, y estos antecedentes se arraigan en la memoria cultural de los Emberá como ejemplos de lo que puede suceder cuando se rompe la armonía que Karavi busca imponer. El mito refleja la importancia de la armonía social y el castigo divino como mecanismos para mantener el equilibrio en la comunidad Emberá, sirviendo como advertencias culturales sobre las consecuencias del egoísmo. Este mito se asemeja a las historias griegas de transformación como las de Ovidio en 'Las Metamorfosis', donde los dioses transforman a los humanos en animales como castigo.
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