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Las transformaciones, acciones humanas provocan transformaciones

  • Foto del escritor: Alejandro Gutiérrez Arango
    Alejandro Gutiérrez Arango
  • 28 jul
  • 6 Min. de lectura

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En el amanecer de los tiempos, cuando la tierra apenas estaba tejida por los hilos del destino, Karavi, el omnipresente señor del mundo, observaba el vasto océano verde desde un tambo suspendido entre las nubes y el horizonte. Las ramas de los árboles se entrelazaban como cuerdas de un arpa sobre las que el viento canturreaba melodías arcanas. Allí, en su morada extendida sobre la selva, sucedía la vida en su flujo natural hasta que una sombra de duda se posó sobre su corazón. Un murmullo inquietante cruzó sus dominios: su esposa, de quien siempre había estado embelesado por sus risas chispeantes como el agua de los ríos, podría serle infiel. Para desentrañar la verdad oculta tras estas sospechas, Karavi, con la astucia de los dioses, urdió un plan. Se transformó en un joven de tez dorada y ojos que reflejaban luces de danzantes estrellas. Fingiendo enfermedad y dolor, cubrió su propio cuerpo con falsas llagas, e instó a su esposa a que asistiera sola a un baile en el corazón de la selva mientras él quedaba supuestamente indispuesto. Aquella noche, el tambo quedó vacío de su calidez habitual, y la música del baile resonó por los árboles como un hechizo que embriagaba los sentidos. Allí, en medio de canciones y danzas, su esposa encontró la compañía del apuesto extraño, sin saber que era su propio señor quien la seducía. Cuando regresó a casa, Karavi, aún disfrazado en su forma original resguardado por sus fiebres fingidas, le preguntó por sus juramentos de fidelidad. La esposa negó cualquier infidelidad, y Karavi, encolerizado por la traición y la mentira, con un gesto de su mano la transformó en una lechuza. Desde entonces, en las noches, su canto resonante clama “Kua, kua, kus”, un eco perpetuo de su pesar. Mas las transformaciones no eran siempre castigos, sino a veces el devenir natural guiado por un hilo de destino. En aquellos mismos bosques, un hombre llamado Jinopotabar, conocido por algunos como “el Santo”, huía de un mundo oculto bajo el suelo. Sin quererlo, encontró al jefe de las abejas que trabajaban en conjurar la berea, esa cera mágica que sanaba la asfixia. Rehuyendo la oferta de un banquete de pescado y berea, el destino de Jinopotabar era jugar al borde del abismo, dejando que el jefe rodara varias veces por la ladera hasta que él pudo escabullirse. Su refugio fue el hogar de la abuela Chorola, quien, con ímpetu protector, enfrentó al jefe de las abejas obligándolo a producir la berea como tributo eterno a su osadía. Y allí, entre las hojas colgadas de sueños y estaciones, un hombre vigilaba a su esposa que demoraba en sus recolecciones de maíz. Un día, decidido a desvelar la verdad, la siguió en su senda solitaria y la observó trepar un árbol para desgranar el maíz de una forma que bordeaba lo sobrenatural. Al confrontarla, el miedo la transformó antes de ser atrapada: en el acto se convirtió en un diminuto gusanito de maíz, al que los indios conocían como viringo, destinándola a habitar para siempre dentro de los granos. La vida de Karavi también estaba enredada con su hija, una doncella aún abrumada por el furor de la juventud. Una noche, apresurado por un deber ineludible lejos del tambo, la dejó, solo para regresar y encontrar a su esposa herida por el veneno de una serpiente que había advertido la avaricia con la leña de la madre. Con conocimiento ancestral, Karavi la curó con hojas sibilinas que repetían el remedio secreto de las propias serpientes. Sin embargo, su hija, resentida por los equívocos domésticos, reveló su amor furtivo, y en su ira justiciera, Karavi la convirtió en serpiente, condenándola a deambular eternamente en busca de aquel amor bajo el cobijo umbrío del bosque. Así, sus días eran una danza constante con las almas de los hombres y mujeres, quienes, al desafiar las leyes del gran Karavi, vieron sus formas alteradas. La hormiga Gentzerá, la hormiga jaburrá, el cangrejo aplastado, la rana Pocoró y la lagartija Siu, eran vestigios vivientes de aquellos que negaron compartir sus bienes o desafiaron las leyes celestiales. No todas las metamorfosis surgieron del juicio divino, sino también de las pasiones humanas. Un joven pescador en un río encontró una india cubierta de bija roja que emergía del misterio del agua y los sueños. Ella prometió que se haría visible solo si él y su madre se bañaban en flores de monte. Al hacerlo, la india embijada se instaló en sus vidas, dando luz a dos hijos. Sin embargo, el muchacho, embriagado por deseos que chocaban como tormentas, encontró a otra mujer en un poblado y la llevó a casa. Con manos turbulentas, expulsó sin misericordia a quien antes había sido su compaña de río y monte. La suegra, afligida por la partida de la india que había ganado su aprecio, la siguió hasta el borde de un río donde tambos nunca antes vistos dormían en la bruma. Dejó una señal en el suelo, y en su regreso, narró al hijo lo visto, añorando otra vez el regreso de la india. Deseperado, el joven quiso recuperar lo perdido, pero ante el tamboril del río solo halló hormigas que brotaban de la tierra cavada por su propia desesperación. Fueron ellas quienes devoraron sus cultivos, dejando apenas un eco que repicaba la pérdida como un tambor lejano. Mientras tanto, en el cielo donde los suspiros del viento tejen umbrales invisibles, Ankastor, el ave blanca con hálito de humanidad, llevó a dos hermanas al Bajía, el reino que roza lo divino. Las hermanas prometieron no tomar nada de aquel paraíso, pero regresaron con secretos de maíz y chontaduro, regalos que enterraron en la tierra fértil, conjurando así un nuevo edén en el reino de los hombres. Ankoso, el gallinazo, alzó una fiesta sobre las alas del mundo y un sapo llamado Bokorró se infiltró para danzar sin tener alas propias. Durante el viaje shigeante hacia la cumbre de la montaña celestial, Ankoso intentó librarse del sapo, pero Bokorró en su astucia descendió en la tierra fracturando su cola para siempre. Así, los sapos contemplan la eternidad sin cola, entonando su canto: “cua, cua”, homenajeando la caída que les dio su forma. En la cosmogonía vibrante de los Emberá, Karavi mantuvo la balanza del universo con la sagacidad de un juez y la compasión de un creador. Convirtió a hombres y mujeres en bestias y plantas, no solo como castigo, sino también como enseñanzas que resonaran a través del tiempo. Amantes y mentirosos, los guardianes que fallaron, aquellos que desafiaron las divinidades, fueron transformados para recordarnos que cada acto tiene su eco en el concierto del cosmos, bajo el ojo eternamente vigilante de Karavi, padre y artífice.


Versiones

El análisis del mito proporcionado revela cómo la estructura central del relato se mantiene, pero exhibe variaciones temáticas y narrativas significativas. En la versión original, el mito se centra en las pruebas de fidelidad y moralidad impuestas por Karavi, quien al descubrir la infidelidad o engaño, transforma a los individuos en animales como castigo. Estas metamorfosis no solo subrayan el poder y autoridad de Karavi, sino que también establecen una conexión simbólica entre las acciones humanas y las características de los animales en los que son convertidos, como el canto melancólico de la lechuza que rememora el engaño. Variaciones subsiguientes expanden el contexto para incluir acciones como la hospitalidad, la codicia o la imprudencia, proporcionando un espectro más amplio de moralidad que va más allá de la fidelidad conyugal. Además, otras historias destacan transformaciones y consecuencias de las propias decisiones humanas, como la metamorfosis voluntaria de la "india embijada." Estos relatos adicionales incorporan nuevos elementos fantásticos, como el transporte entre el cielo y la tierra por aves mágicas, que enriquecen el mundo mítico de Karavi. En conjunto, las transformaciones en diferentes versiones del mito reflejan la diversidad cultural y las normas sociales entre los Emberá, donde las acciones individuales enfrentan juicios divinos o consecuencias naturales, reafirmando la ley y el orden del universo según la cosmovisión de Karavi.


Historia acciones humanas provocan transformaciones

El mito sobre Karavi y sus diversas transformaciones pertenece a la tradición de los Emberá. En esta narrativa, Karavi, el gran padre y señor del mundo, castiga la infidelidad, la mentira, el egoísmo y otros comportamientos inmorales transformando a las personas en animales. La historia muestra cómo Karavi utiliza metamorforfosis para mantener el orden en el mundo, sirviendo como advertencia para los hombres. Los relatos incluyen a personajes como la mujer que se convierte en lechuza, el hombre convertido en hormigas debido a su desprecio, y seres que ayudaron a traer plantas al mundo, como el ave Ankastor. Estas historias forman parte integral de las creencias y leyendas de los Emberá, ilustrando la importancia de las normas morales y el respeto hacia los demás y los dioses. El mito refleja la importancia de las normas morales y el respeto hacia los dioses en la cultura Emberá, utilizando las transformaciones como advertencias y enseñanzas sobre las consecuencias de las acciones humanas. Se asemeja a los mitos griegos de metamorfosis como los relatados por Ovidio, donde los dioses transforman a los humanos en animales como castigo.

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